26/7/2019

¿Es necesario romper con el paradigma creado por Aaron Director y Robert Bork -y luego diseminado por la escuela de Chicago y sus seguidores- en cuanto a que lo único relevante para el derecho de la libre competencia sería el bienestar del consumidor entendido en sentido económico estricto como el acceso a productos y servicios a precios más bajos? ¿Se debe discutir el lugar que, bajo ese paradigma, tienen las eficiencias asociadas a las economías de escala, ámbito y red, como fuente de ese bienestar, incluso cuando son alcanzadas mediante operaciones de concentración sucesivas en vez de crecimiento orgánico?Estas son dos de las preguntas cuya necesidad de respuesta parece haber motivado a Tim Wu a escribir el ensayo The curse of Bigness, título que -significativamente- toma de la obra del insigne abogado, polemista y juez Louis Dembitz Brandeis (1856-1941), cuya muy interesante vida fue retratada con maestría por Melvin I. Urofsky en Louis D. Brandeis. A life, Schocken Books, 2009. Este préstamo, por lo demás, revela de entrada su escepticismo sobre el estado actual de las cosas y su añoranza de un derecho de la libre competencia más activo, audaz y reformador, tal como lo era en la época que protagonizaron Brandeis y los trustbusters o caza-monopolios al desarticular a los trusts emblemáticos de los mercados del acero, el petróleo y los ferrocarriles, entre otros.A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, el movimiento norteamericano antimonopolios tomó un lugar central en la vida pública, al punto que el presidente Theodore Roosevelt estructuró su plataforma política sobre esta lucha contra los trusts. Y fue política, y no económica, pues la principal motivación de Roosevelt era combatir el poder casi absoluto e invasivo de quienes eran descritos y dibujados por la prensa de la época como verdaderos monstruos, cuyos brazos eran tantos y tan extensos que asfixiaban no solo a sus consumidores y clientes, trabajadores, competidores potenciales y proveedores, sino que incluso les permitía a sus dueños tener un control sobre la marcha de los asuntos públicos del país que rivalizaba con el poder que la sociedad toda depositaba en sus representantes elegidos democráticamente.En ese contexto, Brandeis publicó una serie de ensayos breves sobre la influencia, que estimaba perversa, de la concentración del dinero en la revista Harper’s Weekly, los que posteriormente fueron agrupados en el libro Other people’s money and how the bankers use it (Frederick A. Stokes Company Publishers, 1914). Famosos han sido sus postulados contra los conflictos de interés y la supresión de la competencia a través de mecanismos corporativos en Interlocking directorates y Serve one master only, los que por lo demás siguen inspirando la regulación que sobre la materia rige desde hace muchos años en Estados Unidos y, recientemente, en Chile. Pero de particular interés para esta reseña es su libro A curse of bigness, en el cual revisó varios casos de monopolios que, lejos de ser la consecuencia de un crecimiento orgánico, eran el resultado de una agresiva política de fusiones y adquisiciones por medio de la cual se buscaba eliminar toda competencia en aras de lograr el control total del mercado.Fue contra esa tendencia monopolística que se alzó el aparato estatal bajo el liderazgo de Roosevelt y Brandeis: las agencias federales de competencia pusieron a los trusts en la mira y los tribunales aplicaron la legislación antimonopolios desarticulando estos complejos entramados societarios para transformarlos en un grupo de pequeñas unidades autosuficientes, reinstalando el proceso competitivo y los beneficios de la rivalidad.Esta época de oro de la libre competencia (que va desde la promulgación de la Ley Sherman en 1890 hasta la administración del presidente Ronald Reagan, a principios de los 80) coincide -más allá de que, sin lugar a dudas, se trata de un fenómeno multifactorial- en gran medida con el período de mayor crecimiento económico de los Estados Unidos, el cual posteriormente -y coincidentemente también con el advenimiento hegemónico del restringido paradigma técnico-económico de la libre competencia al que se hace referencia al inicio de este comentario-, ha declinado significativamente. Este mismo auge y caída se puede apreciar en los aspectos materiales del estándar de vida de la población y en los parámetros de igualdad socioeconómica (para una revisión detallada de la evolución del crecimiento de los Estados Unidos desde 1870 hasta la actualidad, sus múltiples causas y consecuencias, véase la obra de Robert J. Gordon, The rise and fall of american growth. The U.S. standard of living since the Civil War, Princeton University Press, 2016).Actualmente, existe un cierto consenso en que vivimos en un mundo con un crecimiento muy pobre y que es extremadamente desigual, como pocas veces lo había sido en el pasado. En el reciente libro Radical Markets. Uprooting capitalism and democracy for a just society (Princeton University Press, 2018), Eric A. Posner y E. Glen Weyl utilizan el concepto stagnequality para referirse a este fenómeno. Y, tal como ocurría en la época de los trusts, globalmente vivimos en una época en la que los niveles de concentración económica son altísimos y los de competencia efectiva son bajos. El reporte especial Trustbusting in the 21st century de Patrick Foulis en The Economist (2018) da cuenta de esta situación: cada vez existen menos entrantes en los mercados y, en muchos casos, la empresa líder ejerce una dominancia que parece no tener desafío. Así ocurre, por ejemplo, en el caso de las principales plataformas digitales.¿Pero, es naturalmente así o esta dominancia es fruto de una estrategia consciente de supresión de competidores -y, por ende, de la competencia- por parte de estas firmas? El ejemplo de las plataformas digitales es revelador de lo que a primera vista parece ser un triunfo de la innovación que enorgullecería al propio Schumpeter, pero mirado más de cerca, parece ser más la consecuencia de una política activa y sistemática de compra de competidores con el objetivo de blindarse de cualquier presión competitiva y hegemonizar sus respectivos mercados. Misma estrategia que, dicho sea de paso, utilizaban los trusts para monopolizar los mercados a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, siendo el caso de la Standard Oil Company quizás el más paradigmático (para una revisión exhaustiva de las prácticas anticompetitivas de este trust, véase la obra de Ida M. Tarbell, The history of the Standard Oil Company. All volumes, McClure, Phillips and Co., 1904).Los hechos y los números hablan por sí solos: un reportaje del New York Times firmado por el propio Wu y el director gráfico del diario, Stuart A. Thompson, titulado The Roots of Big Tech Run Disturbingly Deep (2019), deja en evidencia que tanto Google como Facebook , por citar un par de ejemplos, son el resultado de decenas de fusiones y adquisiciones, todas las cuales -salvo algunas excepciones- han pasado casi completamente desapercibidas para la opinión pública. Y todas ellas, sin excepción, han sido autorizadas por las autoridades de competencia que las han revisado, cuyos miembros han ignorado el efecto acumulativo de supresión del proceso competitivo que estas operaciones han materializado.Así, Wu y Thompson muestran que Google (y su matriz Alphabet) han adquirido al menos 270 compañías en los últimos casi 20 años, destacando la absorción de competidores en distintos mercados como Doubleclick (publicidad online), YouTube (videos) y Waze (mapas).Facebook, por su parte, ha adquirido al menos 92 compañías en los últimos 12 años, entre ellas, Instagram y WhatsApp, dos de los emprendimientos que en algún momento constituyeron una amenaza real a la hegemonía de la empresa de Mark Zuckerberg en el mundo de las redes sociales.The curse of Bigness, con su promoción de una agenda neobrandesiana enfocada en un control de fusiones más estricto y democrático, en el impulso de casos grandes y en revivir la utilización de la herramienta de separación estructural, viene a simbolizar el llamado a despertar la política de la libre competencia que, presa de tecnicismos construidos a partir de la mirada dominante de Director y Bork en los años 60 y 70, ha terminado en la cuasi inacción, lo que es especialmente cierto en la práctica antitrust de los Estados Unidos en los últimos 20 años.Al esfuerzo que Wu viene realizando desde hace años en el mundo académico con libros como The Master Switch. The Rise and Fall of Information Empires (Knopf, 2010), se ha sumado recientemente el trabajo de Lina Khan, primero escudriñando en las prácticas de Amazon (Amazon’s Antitrust Paradox, Yale Law Journal, 2016) y, hace sólo unos meses, argumentando a favor de una separación estructural entre los intermediarios con posición dominante (las plataformas tecnológicas como Google y Facebook) y los negocios aguas arriba o aguas abajo del eslabón de intermediación (The separation of platform and commerce, Columbia Law Review, 2019).En Europa, desde un tiempo a esta parte, las autoridades de competencia han dado muestras de tener perfecta consciencia de que las cosas no debieran seguir en un estado de laissez faire. Los casos de la Comisión Europea contra Google; el reciente anuncio de la comisaria Vestager sobre que a partir de ahora la Comisión pretende usar más intensivamente la herramienta de medidas precautorias para evitar daños irreversibles a la competencia; y la especie de mea culpa de Andrea Coscelli, jefe de la Competition and Markets Authority del Reino Unido, sobre la forma en que hasta ahora se han abordado las fusiones de las plataformas digitales, constituyen señales claras de que las fusiones sucesivas que permitan monopolizar mercados serán revisadas de manera más estricta y con consideración de sus efectos incrementales.No es fácil, en estos tiempos, atreverse a romper el statu quo imperante en la doctrina y jurisprudencia post Chicago. Pero no deberíamos olvidar nunca que aquello que brilla, especialmente cuando es muy grande, puede ser más peligroso de lo que nos hemos acostumbrado a pensar, como nos lo ha mostrado Wu.

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