24/4/2019

El pasado 29 de marzo, el exministro de Energía, Máximo Pacheco, afirmó que el tema de fondo en relación con la polémica de los llamados medidores inteligentes era la falta de competencia en el segmento de distribución eléctrica. Más allá del origen y contexto de la Ley N°21.076 –que obliga al recambio de los medidores tradicionales a medidores inteligentes para el año 2025 y fija su fórmula de financiamiento–, detrás de los medidores inteligentes se esconde uno de los debates más pospuestos del sector eléctrico de nuestro país: ¿es beneficioso separar los segmentos de distribución y comercialización eléctrica?

En Chile, tradicionalmente, las empresas distribuidoras no solo reducen los niveles de tensión de la electricidad y la transportan a través de sus redes hacia los consumidores finales, sino que también se encargan de su compra y posterior suministro a los consumidores que se ubiquen dentro de su área de concesión, sea que éstos se encuentren sujetos a un régimen de regulación de precios o que hayan pactado comprar el suministro bajo el régimen de cliente libre. Podemos distinguir entonces dos mercados: uno es el transporte de la electricidad de mediana y baja tensión; y, el otro, la compra y venta de electricidad (en rigor de energía y potencia). Sin embargo, para la generalidad de los consumidores chilenos (aquellos sujetos a regulación de precios, sin posibilidad de cambiar a un régimen de precios libres), las empresas de distribución desarrollan preferentemente ambas actividades dentro de sus respectivas áreas de concesión, bajo un esquema de integración vertical y con nula desafiabilidad por parte de terceros comercializadores.

Una de las razones que explican lo anterior se basa en un elemento propio del segmento de distribución que permea el funcionamiento de la comercialización: su característica de monopolio natural. Al existir una sola empresa que puede prestar el servicio de distribución en una determinada área, ha sido necesario regular el ámbito en que estas compañías pueden actuar. De esta manera, la ley ha debido determinar no solo el área en que una empresa puede funcionar, sino que, más importante aún, el precio que puede cobrar por sus servicios. El Valor Agregado de Distribución (VAD) es la tarifa regulada que se les permite cobrar a las distribuidoras, y que, a grandes rasgos, se establece tomando en consideración los costos de inversión y funcionamiento de una empresa modelo o teórica.

Sin embargo, estas mismas consideraciones no son aplicables al segmento de comercialización. La compra y venta de electricidad no es una actividad que requiera ser regulada, pues no la afectan las economías de escala que justifican que en materia de distribución exista un solo oferente del servicio en cada área geográfica. De hecho, ello no ocurre en el caso de los clientes libres –en general, grandes clientes industriales–, quienes, al menos teóricamente, tienen la posibilidad de contratar con terceros comercializadores distintos de la distribuidora que tiene a su cargo el territorio concesionado.

Sin embargo, la regulación actual parece favorecer este esquema de integración vertical, haciendo que la mayoría de los consumidores, que se encuentran sujetos a un régimen de regulación de precios, no tengan la opción de contratar con un comercializador diverso al de nuestra respectiva compañía distribuidora, entendiéndose que el precio regulado remunera no sólo a la operación de la red de distribución, sino que también al suministro y compraventa de electricidad.

Así las cosas, ¿se justifica mantener el monopolio que tienen las empresas distribuidoras sobre la comercialización de electricidad? ¿Por qué hoy la mayoría de los chilenos pagamos una tarifa regulada por un servicio que no es inherentemente monopólico? ¿Qué beneficios podría traer la separación de ambos sectores en los precios, la calidad del servicio, el impulso de las energías renovables no convencionales o el desarrollo tecnológico de la industria –como lo es la inclusión de los medidores inteligentes–, entre otros?

Bastante se ha discutido al respecto en el derecho comparado, y desde hace muchos años. Ya en 1996 la Unión Europea adoptó la primera de las directivas de liberalización del sector energético (Directiva 96/92/CE), y en la segunda de ellas estableció el derecho de los consumidores industriales y residenciales de elegir libremente a su proveedor de electricidad (Directiva 2003/54/CE). El punto 4 de esta última señala que “[s]olo un mercado interior plenamente abierto que permite a todos los consumidores elegir libremente a sus suministradores y a todos los suministradores abastecer libremente a sus clientes es compatible con la libre circulación de mercancías, la libre prestación de servicios y la libertad de establecimiento”. Ahora bien, no ha sido sino hasta la tercera directiva de electricidad (Directiva 2009/72) en que se estableció la disociación efectiva de ambos segmentos (el llamado unbundling), exigiendo su separación legal, funcional y patrimonial (aunque sin prohibir del todo la integración vertical entre dichos segmentos).

Dentro de la Unión Europea, vale la pena destacar el caso del Reino Unido, pues allí los consumidores no solo pueden elegir libremente a su comercializador de electricidad, sino que, además, pueden elegir autónomamente con que comercializador contratar la instalación de su medidor inteligente, compañía que puede perfectamente ser distinta a la empresa distribuidora, la cual está obligada a adoptar una posición neutra al respecto (Systep, 2019: 3).

Reformas similares se han llevado a cabo en Australia, Noruega, España, Colombia, y los Estados de Texas y California, en Estados Unidos, entre otros. Una experiencia muy interesante se verificó en Alemania, pues algunas regiones de ese país adoptaron un unbundling estructural, prohibiendo totalmente que el distribuidor desarrolle actividades de comercialización, mientras que otras mantuvieron la posibilidad de esa integración vertical, pero exigiendo la separación legal, funcional y patrimonial, en línea con la mencionada tercera directiva de la Unión Europea. Nikogosian y Veith (2011) compararon los efectos en precios a los consumidores finales de ambas modalidades regulatorias, encontrando diferencias en favor de estos últimos en el caso de las regiones que prohibían del todo la integración entre distribución y comercialización.

En Chile, durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet, se intentó dar forma a un proyecto de ley que reformara el segmento de distribución eléctrica y que incluyera la separación de las actividades monopólicas de la distribución de las que pudiesen ser competitivas, ligadas a la comercialización. Dicho proyecto no prosperó, pero bajo el actual mandato del presidente Piñera, el Ministerio de Energía comprometió una Ruta Energética 2018-2022, que contempla, para el segundo semestre de este año, un proyecto de ley para modernizar la regulación de la distribución eléctrica. De acuerdo a las autoridades, uno de los ejes principales del proyecto tiene como antecedente el que es “necesario distinguir entre aquellas actividades propias de la distribución de electricidad, de aquellas que no necesariamente lo son y, por tanto, sería deseable introducir competencia para su provisión eficiente y transparente. De modo consistente, a propósito de la discusión sobre medidores inteligentes, la Ministra de Energía anunció el interés del Gobierno en avanzar en esa dirección.

En específico, los medidores inteligentes tienen un rol fundamental en la promoción de la competencia en el segmento de comercialización. A través de ellos se puede acceder a datos más certeros sobre los clientes y sus patrones de consumo. Esta información se transformará en una variable competitiva relevante del mercado, pues permitirá a las empresas comercializadoras ofrecer productos especializados según las características y necesidades de los consumidores. De esta manera, es importante que la nueva regulación incluya normas claras respecto con el acceso y uso de esta información (ver "Medidores Inteligentes y Datos Personales"), para así evitar distorsiones a la libre competencia en esta industria.

De este modo, una mayor competencia en el segmento de la comercialización eléctrica no sólo permitiría contar con medidores inteligentes a mejor precio o incluso sin costo, sino que también podría significar importantes avances en la inclusión de las energías renovables no convencionales en la matriz, a través de nuevos contratos celebrados entre las generadoras y las comercializadoras cuyos clientes deseen potenciar las energías limpias; en el desarrollo de mejores sistemas de almacenamiento eléctrico, pues las comercializadoras podrían estar interesadas en ofrecerlas a sus clientes como elemento diferenciador; en la correcta implementación de la generación distribuida en Chile, pues las distribuidoras en nuestro país no tienen ningún incentivo para fomentar la auto generación residencial; en la competencia por dar un mejor servicio y atención a los consumidores por parte de cada comercializador; y, en un uso más eficiente de la energía, entre otras muy importantes mejoras que pueden constatarse en otras jurisdicciones.

Para obtener estos beneficios tanto para los consumidores como para la sociedad en su conjunto, parece ser hora de avanzar hacia un modelo de unbundling en materia de comercialización de energía.

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