5/3/2024

Esta columna LadoB es algo tramposa, porque redunda, pese a su pretensión de escudriñar el lado humano de nuestros/as abogados/as, en un libro vinculado con el Derecho y, especialmente, con el proceso judicial. Se trata de una mirada –una breve mirada– a una crónica judicial convertida en libro: el relato elaborado por el escritor (también guionista y director de cine) Emmanuel Carrère (París, 1957), autor premiado de títulos como “El Reino”, “El Adversario” y “Yoga”, entre otros. 

“V13”, el nombre de esta obra, es la expresión abreviada de “viernes 13”, el día de indudable mala suerte del mes de noviembre de 2015 en que se produjo una serie de atentados islamistas sucesivos en la ciudad de París. En el Stade de France (estadio de Francia), en la sala-teatro Bataclan –el lugar en que se originó una verdadera masacre, con la mayor cantidad de muertos y con cuyo nombre típicamente se refiere a estos ataques–, en los restaurantes Le Petit Cambodge y La Belle Équipe, y en las terrazas exteriores de los bares Le Carillon y À la Bonne Biere, y del restaurante La Casa Nostra

Fueron, en total, 137 personas las que perdieron la vida esa noche, considerando a los atacantes. Otras 415 personas fueron heridas. Curiosa y trágicamente, murieron en esa oportunidad 3 chilenos/as, el mayor número de víctimas de un país extranjero tras el centenar de franceses fallecidos a manos de 8 miembros del grupo yihadista Estado Islámico. 

Tuvieron que transcurrir casi 5 años para que, tras una muy prolija investigación y durante alrededor de 10 meses –entre septiembre de 2021 y junio de 2022–, se llevara a cabo el juicio en contra de los 14 hombres que, según la Fiscalía francesa, habrían sido los responsables de estos brutales homicidios. Son los miembros vivos de la banda que perpetró tales ataques y otras personas que, aunque se presume que no formaron parte de ella, colaboraron o se vieron involucrados en la logística propia de la preparación del atentado, del ocultamiento o de la huida de sus autores a la vecina Bélgica. 

Este es el meticuloso juicio penal –cuyo caratulado es, cómo no, “V13”– que presenció Carrère, prácticamente a diario, en una improvisada, enorme y fea sala del Palacio de Justicia (Palais de Justice) parisino, con el propósito de entregarnos esta obra; una suerte de compilación de las crónicas que, en 7.800 caracteres, debía despachar el mismo autor a más tardar cada lunes en la mañana al semanario de actualidad francés L’Obs

Se trató, en palabras del cronista, de un proceso ordenado en extremo, en el que desfilaron y declararon cientos de víctimas, testigos, abogados/as, los propios acusados (al menos aquellos que no ejercieron el derecho a guardar silencio) y sus brillantes defensas. Carrère se volvió un testigo privilegiado –no de los hechos, obviamente, sino del propio juicio–, que transmite con talento y agudeza la gran labor de los 5 integrantes del tribunal (que observó con enorme disciplina el arduo “programa” previsto para el juicio) y la barbarie que subyace a la causa. 

Sin morbo (aunque con crudeza), sin demasiados prejuicios y consciente de las limitaciones que enfrenta, como lego, para entender y narrar las complejidades jurídicas del juicio, el autor se sumerge no solo en el proceso, sino también en la historia de las “partes civiles”, dentro de quienes se encuentran aquellos a quienes llama las “víctimas de rebote” y los “testigos desafortunados” de esos sucesos. De ellos/as emanan palabras de odio y resentimiento, pero también de increíble comprensión y hasta de perdón –el viudo de una de las personas acribilladas esa noche publicó el libro “No tendrás mi odio” (“Vous n'aurez pas ma haine”), que se ha convertido en un noble mantra para algunos/as–. 

En los relatos de las víctimas se presentan, como gesto de biográfica justicia y reivindicación, muchos nombres propios (los de Maia, Nadia, Jean-François y Lamia, Alice, Aristide y Guillaume, entre tantos otros) de personas que conmovieron a los presentes. Una verdadera narración colectiva. Y existen también lamentables coincidencias, que son las que esa noche pusieron a los fallecidos y heridos en la línea de fuego, mientras tomaban un trago con amigos u oían en el Bataclan a la banda norteamericana de malagüero nombre Eagles of Death Metal.

Carrère da cuenta en su prolija narración, asimismo, de las vidas de algunos de los acusados, y de cómo, tras la “Primavera Árabe” iniciada en 2010, muchos de ellos llegaron a radicalizarse, primero en los barrios de la misera y exclusión de la Bruselas en que nacieron y crecieron, y luego en Egipto o en el nuevo califato sirio. Las historias dejan entrever, en retrospectiva, que todo lo que vivieron esos sujetos –sus trayectorias vitales, sus precariedades, la discriminación en sus ghettos y la experiencia de su fe bajo el disimulo de la taqiyya–, sumado a la respuesta política de occidente de las últimas décadas frente a ISIS y Al Qaeda, conspiró para que estos sangrientos ataques se produjeran como su aparente irremediable destino. 

La crónica también describe las intervenciones de los acusados, divaga en torno a las razones que llevaron a uno de sus líderes a no explosionarse junto con los demás atacantes fallecidos esa noche –porque es imposible no pensar que tuvo miedo o se arrepintió de ser un “mártir” más del Islam– y los alegatos de sus abogados/as, con especial atención en la llamada “defensa de ruptura”. Esta última es una coartada ya utilizada en los tribunales europeos desde hace décadas, que busca imprimir en los actos de los acusados una aparente justificación, como si las masacres perpetradas fueran una respuesta causal a los ataques cometidos primero por Francia y sus aliados en oriente, a fin de poner en jaque (sin éxito, como se verá) la legitimidad de la justicia que los procesaba y que eventualmente los condenaría. 

La evidencia del juicio era abundante y se presagiaban largas condenas en la mayoría de los casos. La única duda que existía, en realidad, era la acreditación del carácter terrorista de la asociación de los malhechores –ya que de eso dependería, y por mucho, la extensión de sus virtuales penas, con la posibilidad de que se aplicase la temida “cadena perpetua irreductible” pedida por la Fiscalía en ciertos casos– y la eventualidad de que alguno de los “segundones” pudiere ser absuelto. 

Finalmente, todos los acusados fueron condenados y, aunque con distintas penas, por actos terroristas. Y es que, en palabras de los expertos allí citados, al metódico tribunal le incumbía sentar una ejemplificadora jurisprudencia (incluso a costa de la proporcionalidad, podría decirse) de cara a posibles futuros casos en que se experimente en suelo francés, como en este caso, el terror de la muerte.

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